En unas horas despediremos
al año dos mil veinte, el más odiado de cuantos hemos vivido, el que nos ha
robado a la gente que queremos, el de la muerte silenciosa: sin despedidas, sin
duelos, sin el calor de las personas queridas.
Comenzó con las esperanzas de mejorar una vida que
perdimos hace unos años, con la ilusión de que sería mejor que su último
hermano, con la creencia de que nuestros problemas se solucionarían, que nos
acompañaría la suerte y nos haría más dichosos, pero no llevaba ni tres meses
con nosotros cuando comenzó a desvelar lo que sería y aún es. Empezamos a ver
la importancia de una palabra, coronavirus,
algo que empezó a circular de noticiero en noticiero, de país en país,
hasta que fue creciendo y con él su contagio, nadie estábamos a salvo. Los días
pasaban con nuevas noticias de contagio y muerte. Cómo este ser microscópico se
adueñaba de los países, ciudades, pueblos. Empezamos a ser conscientes de la
catastrófica gestión que nuestros gobernantes habían realizado con los
servicios públicos, en especial el servicio sanitario que empezaba a verse
desbordado; conocimos lo que significaba el
estado de alarma, la drástica resolución que el gobierno para frenar el avance destructor
del coronavirus, conocido ya como covid-19 y reducir las hospitalizaciones que
estaban provocando el caos en los servicios sanitarios. Nos quedamos
sorprendidos cuando a mediados de marzo nos encerraron en casa, se cerraba el
país entero. No comprendíamos qué estaba pasando pero con todo el dolor de
nuestro corazón vimos cómo éramos víctimas del virus, acrecentada por la
nefasta gestión de nuestros gobiernos al enriquecer a unos pocos con el
perjuicio de todos, nos encontramos con un servicio sanitario despojado y desmembrado
sin medios materiales y humanos en pos
de la salud privada. En esos días de desesperanza se inundaban los balcones,
ventanas, terrazas de personas que incasablemente todos los días a las ocho de
la tarde aplaudía para hacer llegar su apoyo, ánimo y esperanza a los que se enfrentaban
diariamente a cuerpo descubierto en
lucha contra la pandemia.
Todo fue pasando lentamente y con ello pasamos a conocer
otra nueva expresión, la nueva
normalidad, había que olvidar nuestra forma de vida para enfrentarnos a otra
muy distinta. Empezamos a mirar con miedo a los conocidos, vecinos, amigos e
incluso familiares, veíamos cómo lo que nombraron como nueva normalidad tomaba
fuerza, era obligatorio el cambio, nosotros, la raza humana, social por
naturaleza teníamos que mantener una distancia de seguridad, no podríamos
abrazar a los seres queridos ni tan siquiera estrecharnos las manos, hemos
visto como la individualidad ha sido acrecentada por esta nueva normalidad.
Pasamos del aplauso unánime al ruido de cacerolas, de voces discrepantes por la
existencia o no del virus, a la negativa por grupos minoritarios del uso y
aplicación de las medidas de seguridad. Hemos visto cómo la extrema derecha
arengaban a la población que los quería escuchar, al odio por los que no
comparten su fe, a los que no piensan como ellos, a los que poseen una
ideología contraria a la suya, haciendo gala de un patriotismo exacerbado enarbolando
la bandera bicolor bajo la que se cometieron miles de asesinatos, violaciones,
vejaciones, torturas, miseria y distinción de clases, desconocedores de que el
mundo lo formamos todos y todos nos veremos perjudicados.
Por suerte hay millones de personas que sí hacen gala de
su racionalidad y que han comprendido que debemos adaptarnos a la nueva
normalidad, que la mascarilla ha pasado a ser parte de nuestro vestuario, a que
debemos usar un gel que existe y está expuesto en todos los lugares, a que hay
otras formas de demostrar nuestro amor a las personas que queremos y que por
encima de todo está la salud de ellos.
Por eso quiero desearte que seas muy feliz en este año
que entra, que la poción mágica que nos hará volver a la antigua normalidad sea
efectiva y salve a los más vulnerables. Que todos los cambios que traiga el dos
mil veintiuno te aporten conocimiento, sabiduría y prosperidad.
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